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Una experiencia pentecostal entre Profesionales Cristianos, por Carlos González

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Una experiencia pentecostal entre profesionales cristianos, por Carlos González

Una vez leí que, en toda historia de amistad, hay algo que nos acerca a la eternidad y a la esencia de la vida, porque todas las amistades encierran en sí todos los secretos del mundo. Hoy, en esta preciosa mañana de domingo, estas palabras -que tararean con una fuerza inusitada en cada rincón de mi frágil mente- vuelven a empapar cada una de las estrofas que escriben, en tono de fe, mis débiles sentimientos. Y, en clave de notas afinadas, necesito componer; escribir, con la guitarra de mis manos, lo que un corazón encharcado de admiración necesita hacer palabra para, así, convertirse en vida.

 Todas las leyendas que se componen en clave de amor, independientemente de sus bemoles y sostenidos, encierran un misterio, una pequeña locura y una gran curiosidad. Ayer, preso de una búsqueda que, entre detalles, se deja llevar por una huella divina y providente, comprendí lo que la escritora francesa Françoise Sagan dejó escrito en el legado de su existencia: amar no es solamente querer, es sobre todo comprender.

Un servidor, que siempre vigila que el paso sea firme y que no desentonen sus canciones, decidió decir sí a la invitación de un amigo; fiarse, y hacerlo sin más. Así, tras 37 minutos de viaje, en medio de una semana cargada de desasosiegos varios y tras el abrazo de mi buen amigo, me vi sentado en una sala de la Casa de Espiritualidad Emaús, en Pozuelo de Alarcón. El nombre de la morada, como era evidente, ya tenía mucho que decirme…  ¡era tarde en mi vida y ya estaba oscureciendo!

“La calidad espiritual de la militancia cristiana”: así rezaba el papel que, de manera cuidadosa, reposaba sobre la silla que esperaba mi llegada. La típica mirada entrometida del que llega a un sitio extraño buscaba, sin ningún mérito, reconocer a algún rostro de todos los que, en aquel momento, leían con entusiasmo una oración.  Todo como intuía: nadie conocido… prueba no superada. Pero aún era pronto, el alba me había despertado hacía no mucho tiempo y el día tenía preparado un largo itinerario bajo mis inquietos pies. “Profesionales Cristianos”, “Sesión de Estudios y Asamblea 2013”, “Comunión fraternal en PX”… de repente, me encontré de frente con estas palabrotas que, más allá de los años que llevo viviendo una fe entregada y hecha vida al lado de un Dios misericordioso, me dejaron totalmente descolocado y desarmado. Sin embargo, aun con la vergüenza y la timidez estrujando con fuerza mi delicado estómago, en seguida comprobé que el denominador común que me había llevado hasta allí no era otro que el que me había salvado la vida. Tras mi torpe, desafortunada y sincera presentación, decidí romper en pedazos la cobardía que siempre me acompaña cuando me adentro en terreno desconocido, y crecer. Dejarme hacer para, con el testimonio del hermano, engordar una fe que, continuamente, necesita ser saciada y alimentada sin descanso.

Expectante por lo que Dios quería regalarme, me dispuse a escuchar.

          ¿Esta es monja, Pepe?

          Sí, pero te va a encantar…

          ¿Ves? Si es que tiene toda la pinta.

          Ya verás como te gusta lo que dice…

          Pero, y la toca, ¿dónde se le ha olvidado?

          Anda, gamberro, ¡calla y escucha!

 Llum Delás, religiosa licenciada en Psicología (Psicogeriatría) y Teología, era la encargada de alzar la voz para hacernos comprender en la Sesión de Estudios. Serena, con un alma que vive en paz a diario y con una mirada que refleja a un Dios bueno a manos llenas, iluminaba aquella sala profundizando en la Palabra; no en la que incordia, enreda y se hace de rogar en mi quehacer periodístico diario, sino la que se escribe en mayúscula. Tras la ponencia, llegaba el momento de despojarme de mis miedos para compartir lo aprendido. Bilbao, Mallorca, Badajoz, Cantabria, Palencia, Barcelona y Segovia, en forma de abrazo, aunaban sus manos para compartir un nuevo Pentecostés que se hacía realidad en aquella diversidad de lenguas que aunaban un mismo sentir. Y yo allí, de nuevo, desde un rincón escondido de la capital, en medio de ese trabajo en grupos. Sin pretender o, tal vez, sin saber, pero allí. Y miraba el papel que, sobre mi pecho, anunciaba mi nombre; y, merced a mi cobardía, lo doblaba con disimulo por las esquinas para que mi paso por allí transitase inadvertido. Así, regurgitaba, mientras los demás abrían su corazón, la idea que había guiado mis pasos hacia aquel sendero que desconocía de principio a fin.

 José María rompía la barrera del sigilo para recordar la importancia de ser felices con Dios y de vivir esa alegría en nuestra vida diaria. Lander mostraba su desapego a la palabra rutina, mientras que Javi y Josep no la desautorizaban del todo como forma de vida. Recuerdo que yo dije algo, entre tardo y desmañado seguramente, pero sincero. Y entre aquel mar de palabras, Javi pronunció la palabra maldita: silencio. “Yo pienso que deberíamos hacer más hincapié en el silencio”, dijo. De repente, esa llamada de atención desmoronó todos los muros que, a diario, yo me afano en construir. “Yo también resaltaría la importancia del silencio; es fácil abrazarse en el ruido, pero sólo en el silencio el hombre logra escuchar en lo íntimo de la conciencia la voz de Dios”, me atreví a apuntar. La mirada sincera de Sebastià, aderezada con una delicada y leal sonrisa, tranquilizó –sin él llegar a adivinarlo- el traqueteo de mis nervios. La voz suave de Sara mientras se emocionaba al hablar de sus hijos, el afán por aprender de César y la delicadeza al interpelarnos de Javi –que, tras tres años, se despedía del servicio de presidencia de Profesionales Cristianos-, entre otras cosas, adivinaban un camino que me resultaba conocido y a la medida de mis pies.

 La comida llegó a su hora y, poco a poco, arrancó la inquietud que rondaba mi mente. Alguien me esperaba para comer… ¿Acaso no es maravilloso que, hoy en día, en un mundo tan henchido de soledad, alguien te espere para compartir un sitio en su mesa?, me decía para mí. Anécdotas, curiosidades y sonrisas se apoderaban de aquella batalla contra nuestros instintos gastronómicos. Pepe, sin duda alguna, era la sal que daba sabor a las vidas de cuantos participábamos de aquella frugal vianda. En realidad, más allá del sabor de los alimentos, lo que verdaderamente importaba era el aroma de lo compartido. Y llegó el postre y, en él, exquisitas pastas y sobrios bombones artesanales que hacen sonreír a cualquier estómago –por muy delicado y herido que esté-. Y, con la sobremesa compartida con los hermanos de Bilbao, volvió a nacer otra pregunta en mi interior: ¿tan importante es esto que son capaces de venir desde tan lejos solamente por verse unas horas? A muchos, que vivimos en Madrid, y nos vence la pereza para alcanzar un kilómetro… incordiaba pensativo, a la luz del pacharán de un hermano que postraba impaciente delante de mis ojos.

 Llegó la tarde y, algo cansados de nuestra labor, nos enfrentamos a una nueva ponencia de Llum sobre la Eucaristía. Aunque los párpados de algunos pesaban de una manera sobrenatural, la religiosa luchaba por despertar el letargo de tanto estómago lleno. Pasó, y volvieron a nacer las propuestas y los retos, y mis nervios desataron su mordaza para disfrutar de lo regalado. Hablé sin apenas vergüenza, e incluso compartí alguna anécdota al hilo del milagro de la Eucaristía.

 Reconozco que, en más de una ocasión y merced al Grupo de Fe que intento guiar desde hace más de 10 años, miré el reloj que, insistentemente, me avisaba de que, a las 21:00 horas, tenía que estar en mi casa. Pepe, como hacen los buenos amigos que quieren y, sobre todo, que saben lo mejor de ti, me lo recordaba según pasaban los minutos. Sin embargo, yo quería estar presente en la Eucaristía, encontrarme con el Padre en la vida y compartirlo con aquellos que me habían recibido con el único idioma de la sonrisa.

 Me quedé, y disfruté de la inmensidad de cada gesto, de cada palabra y de cada esperanza con que el Padre me devolvía de nuevo la vida. Y no me sentí extraño en medio de ese oasis de confianza, ¡todo lo contrario! Los cantos sin temor al desafine, la mirada sin aprensión al desconocido, la palabra sin recelo al contemplativo, la paz sin prejuicios ante el milagro de la Eucaristía… ¡tanto y tanto detalle resumido en solo 10 horas! Emaús, la casa que me recibía, volvía a hacerse presente con el vino y el pan, que se hacían vida con el Cuerpo y la Sangre de un Dios enamorado hasta el extremo.

 Al final, aunque me fui sin despedirme y sin el papel pegado en mi pecho –se cayó solo, creo-, me llevé el abrazo fuerte de paz de Sebastià, la vitalidad de María Jesús, la certidumbre de Lander, la sonrisa compasiva de José María, la amabilidad de Javi, la ternura de Rosa, el espíritu de servicio de Fede, la delicadeza, la afabilidad y el cuidado de Pepe… y cientos de detalles que, amontonados con cuidado en mi caja de recuerdos, no acierto a enumerar. Y sé que valió la pena, que aquella frase del principio que hablaba de las historias de amistad que nos acercan a la eternidad y a la esencia de la vida, efectivamente encierran tesoros escondidos que nos cambian la mirada y que transforman una simple experiencia en un regalo para el alma.

 Hoy lo recuerdo alegre y, mientras sonrío emocionado, os doy las gracias a todos vosotros que, sin conocerme, me disteis de comer y de beber, me acogisteis, me vestisteis y me visitasteis. Y se las doy también al Padre, por no dejar nunca de sorprenderme y por poner en mi camino a personas capaces de dejarlo todo por ayudar al necesitado, de sacrificar su tiempo para intentar cambiarle la cara al mundo y de creer que, detrás de cada corazón, se encuentra un universo apasionante por descubrir.

 Por cierto, acabo de encontrar el papelito con mi nombre haciéndose el despistado en un rincón de mi habitación… ¿será que no quiere que os olvide?

 ¡MUCHÍSIMAS GRACIAS A TODOS!

Charly

 

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