Vivir la experiencia de la Pascua, por el obispo de Sigüenza-Guadalajara, Atilano Rodríguez
Las celebraciones del Triduo Pascual nos ofrecen la posibilidad de participar en el misterio de la muerte y resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. En la cruz de Cristo, que sigue siendo hoy ocasión de mofa y de desprecio por parte de muchos, los cristianos descubrimos el amor y la fidelidad de Jesucristo a la voluntad del Padre hasta las últimas consecuencias. El servicio y la entrega amorosa al Padre y a los hombres, con los que había vivido, permanecen inalterables hasta el último instante de su existencia.
Por esta fidelidad, libertad y amor incondicional de Jesús, el Padre lo resucita de entre los muertos. El que no se había dejado vencer por el odio y la violencia de quienes lo condenan a muerte, sino que hizo frente a las mismas con el amor y el perdón no podía permanecer para siempre en la muerte. Al resucitarlo de entre los muertos, el Padre deja constancia de que Jesucristo era su Hijo muy amado, el predilecto.
A partir de este acontecimiento, todo se ve con nueva luz. Los apóstoles, que habían experimentado la tristeza, la frustración, el desánimo y el miedo ante el futuro como consecuencia de la muerte del Maestro, con las apariciones y los encuentros después de la resurrección, recobran la esperanza, experimentan la alegría del encuentro y participan de su paz. Esto les permite entender todo lo que Jesús había hecho a lo largo de la vida y todo lo que les había enseñado.
Una vez resucitado de entre los muertos, Cristo ya no muere más. Permanece para siempre con nosotros, invitándonos a participar de su vida de resucitado. En todas las ocasiones tendríamos que actuar como criaturas nuevas, muriendo a nosotros mismos, a nuestros pecados y a los criterios del mundo para vivir como hombres nuevos, revestidos de los sentimientos y criterios de Cristo. Si estuviésemos verdaderamente convencidos de esta gran verdad, cada instante de la vida sería una experiencia pascual.
La espiritualidad cristiana debería ser también una espiritualidad de Pascua. Injertados en la vida nueva de Cristo en virtud del bautismo, estamos llamados a estar con Él, a permanecer en Él y a comportarnos con plena conciencia de enviados. Como hizo con los apóstoles y con tantas personas a las que invitó a dejarlo todo para seguirle, el Señor, hoy, nos llama a cada bautizado para estar con Él y para enviarnos hasta los últimos confines de la tierra con el encargo de actuar siempre en su nombre.
En las celebraciones sacramentales, especialmente en la Eucaristía, los cristianos actualizamos mediante la acción del Espíritu Santo el misterio de la muerte y resurrección del Señor hasta que el vuelva. Esta participación es real, aunque no sea plena y total, pues mientras estamos de camino hacia la casa del Padre, contemplamos la presencia del Señor en medio de nosotros con las limitaciones propias de la condición humana y bajo la oscuridad de la fe. Cuando el Señor nos llame a salir de este mundo, entonces podremos contemplarle cara a cara, tal cual es.
Mientras llega ese momento, regalemos nuestra vida, nuestro amor y servicio a los demás, especialmente a los más necesitados. Aunque en ocasiones resulte costoso descubrir la presencia del Resucitado en ellos, no olvidemos nunca que son presencia viva del Resucitado y que seremos juzgados de nuestro amor o desprecio a sus necesidades: “Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mat 25, 40).
Feliz Pascua de la Resurrección del Señor para todos.
Atilano Rodríguez, obispo de Sigüenza-Guadalajara
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